CAPÍTULO 2: Llegando a… ¿casa?

Una limusina aparcó en frente del edificio Memorium en la esquina con la quinta. Una chica morena y alta se bajó con ayuda de su chófer y suspiró dirigiendo una mirada hacia el hall del edificio. Mientras, el portero ya se estaba encargando de sus maletas. Subió al ascensor y arcó el último piso.
Entró en la que sería su casa durante los próximos meses, bueno, eso si duraba tanto tiempo.
Una sirvienta diferente a la de la última vez salió a recibirla.
- Buenas noches, señorita McKenzie. ¿Qué tal el viaje? – preguntó mostrando una impecable educación.
- Cansada y, por favor, llámame Lyla.
Unos recuerdos vinieron a su mente de la vez que decidió que no volvería a utilizar más ese apellido.
Era verano y estaba de vacaciones con su padre y su nueva mujer en Hawaii. Ella la odiaba pero intentaba que no se notara delante de su padre. Lo que no sabía era todo lo que Fiona, su madrastra la odiaba a ella. Fiona la hizo la vida imposible. Si ella quería ir a algún sitio, ella al contrario. Esto lo pudo soportar pero lo que pasó después no.
Fiona entró gritando en el restaurante en el que estaba cenando ella y su padre.
- ¡Noah! No sabes lo que le ha pasado a mi ropa – unas lágrimas asomaban por sus ojos, era muy buena actriz.
Lo demás estaba confuso, tendía a borrar las cosas malas que le sucedían. La habían culpado de romper con unas tijeras toda la ropa de Fiona al haber encontrado unas tijeras en su maleta. Ella no había hecho nada ¿pero eso qué importaba? Él la creía a ella y, además, había pruebas. Pero ella no había hecho nada. Su padre le dijo que le pidiera perdón. Lyla no lo hizo y entonces la prohibieron volver a ir de vacaciones juntos hasta que lo hiciera. Nunca.
Agitó la cabeza para borrar esos pensamientos de su mente. No quería que le doliera la cabeza, bastante tenía con el jet lag.
- ¿Dónde está Fiona? – preguntó con una voz que no ocultó el asco que sentía hacia ella.
- Está en su casa de Orange County, señorita – suspiró la mujer conteniendo una sonrisa.
¡Genial! Pensó Lyla mientras se dirigía a su habitación en la gigantesca casa y veía que todo estaba tal y como lo dejó la última vez que había estado en NYC. Había cambiado mucho en esos tres años y no iba a permitir que nada ni nadie la fastidiara su vuelta a la gran ciudad.
Mientras tanto, apenas a cinco manzanas de allí, un grito advirtió la llegada de Crystall Moss a la casa del tutor.
- ¡¿Qué es esto?! – preguntó señalando al suelo.
- Pues… ¿una moqueta? – contestó la ama de llaves con una mirada asustadiza y confundida.
- Sí, odio las moquetas. Os mandé un fax para que pusieran madera de pino – cada vez se iba poniendo más roja y eso no era buena señal.
- Lo siento mucho, señorita Moss. Mañana llamaremos para arreglarlo.
- Mañana no, ¡ahora! No puedo dormir aquí con esto ene l suelo – dijo mientras sacaba su móvil - ¿Está James?
- No, ha ido a Australia por trabajo.
- Ah sí, algo me dijo – contestó Crystall pensativa – Bueno, yo me voy a casa de Francesco . Para cuando vuelva mañana espero que esto esté arreglado – dijo señalando al suelo.
Cogió un taxi y en cinco minutos le llevó hasta la casa de su novio. Llamó a la puerta y una señora mayor la recibió con una sonrisa.
- ¿Qué desea?
- Soy Crystall, quiero ver a Francesco.
- ¡Oh! Por supuesto. Me han hablado de ti – dijo sorprendida y la indicó el camino hasta una cocina en la que Francesco y Victoria estaban sentados comiendo.
- ¡Hola! – saludó.
- ¡Crystall! ¿Estás bien? ¿Ha pasado algo? – preguntó su novio preocupado.
- No, tranquilo, es que había moqueta en el piso.
Un suspiro de alivio salió de la boca de él y se acercó a ella para besarla. Victoria puso los ojos en blanco y le pidió a María que había sido su niñera cuando eran pequeñas que le preparaba la cena a Crystall.
- ¿Y vosotros qué tal? – preguntó a Victoria Crystall.
- Bien, todo está tal y como les dije. Tuve que hacer una reforma para modernizar esta casa pero todo bien – respondió distraída mirando a través de la puerta abierta – y tienes que ver mi armario es gigantesco. Te puedes perder en él – la dirigió una mirada sonriente.
Ahora fue Francesco el que puso los ojos en blanco aunque en realidad su armario no era mucho más pequeño que el de su hermana.
Victoria sonrió aún más al verle.
- Bueno, yo me voy a la cama que no quiero llegar tarde al primer día de instituto – hizo una pausa - ¡Ah! Y no os quedéis bastante – dijo guiñándoles un ojo.
Mientras salía ambos ya habían empezado a besarse.

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